Archivo de la categoría ‘Anécdotas Geológicas’

Un festejo

Hoy paso solamente a contarles que el martes 24 de mayo, se hizo efectiva una iniciafiva de la Facultad de Ciencias Exactas Físicas y Naturales de la Universidad Nacional de Córdoba, que yo sigo llevando en el corazón, y que por eso me tuvo allí ante su convocatoria.

Se trató de un homenaje a los que hemos egresado hace cuarenta años o más, que se materializó en un diploma, y en la oportunidad del reencuentro con muchos ex compañeros que hacía mucho no veíamos.

La foto que les presento es del momento en que -barbijo mediante- subí al escenario a recibir mi cartoncito, y el saludo de gente querida.

Por supuesto, luego, algunos que seguimos siendo muy cercanos en el cariño, fuimos luego a cenar, pero eso ya es otro tema…

Un abrazo y hasta el lunes con un post científico. Graciela.

El perro «comepiedras»

En un post de hace ya mucho tiempo, prometí contarles los diez momentos más placenteros de mi trabajo de campo.

Entre ellos se cuenta la inesperada y bienvenida visita de un perro asilvestrado, que me regaló un largo momento de recreo y distensión.

Esto ocurrió cuando estaba en las proximidades de Anizacate, realizando un peritaje para un comitente privado. Durante mi pausa de medio día, cuando estaba disfrutando de un vaso de Coca y un emparedado, apareció, sin saber yo de dónde, un perro de color canela y sumamente amigable.

Después de compartir mi almuerzo con él, se me ocurrió tirar una piedra y él corrió a buscarla para dejarla luego a mis pies. Era una clara invitación al juego, que por supuesto no desdeñé ya que. como saben- los perros son mi debilidad.

Así pasamos un largo rato, hasta que no sé cómo ni por qué, mi ocasional amigo se tragó una piedra, y ya no me atreví a seguir el juego por las dudas volviera a hacerlo. Eso marcó mi regreso al trabajo, con él, correteando no muy lejos.

Abstraída en mis mediciones, ni siquiera me di cuenta del momento en que desapareció como había venido, pero le debo el grato recuerdo de una siesta entretenida y en buena compañía, en un paisaje bucólico, con un día luminoso y cálido de una belleza excepcional. Pero fue su presencia la que grabó en mi memoria esa tarde diferente y placentera.

Un abrazo y hasta el lunes con un post científico. Graciela.

Otra tormenta de miedo en el campo

Ya conocen ustedes mi listado con el top ten de los momentos más peligrosos que pasé en el campo durante mi desempeño profesional.

Esto sucedió en La Pampilla de Los Gigantes, en la Sierra Grande de la Provincia de Córdoba, Argentina.

Estábamos en esa oportunidad, varios integrantes del equipo de investigación con el que trabajábamos en la determinación de paleosuelos, intentando aportar información relativa a la secuencia de los cambios climáticos acontecidos en la región durante los últimos miles de años.

Cada vez que se planifican las jornadas de campaña hay muchas cosas que considerar, como ya lo saben todos los investigadores: desde la disponibilidad de vehículo, hasta la agenda de cada uno de los integrantes del grupo que formará parte de la salida, pasando por la compra de las vituallas, peparación de reactivos y del equipo instrumental a llevar.

En otras palabras, salvo un auténtico tornado, tormenta muy intensa, o alguna otra catástrofe natural, independientemente de las condiciones meteorológicas, la excursión no se suspende.

Y así se dieron las condiciones esa mañana. Al salir de Córdoba, ya se había advertido sobre la posibilidad de tormentas, pero como aún no llovía, decidimos jugarnos y trabajar hasta el momento mismo en que se produjeran las lluvias, y suspender solamente si eran tan intensas como para impedirnos continuar.

Llegamos pues, mediada la mañana y trabajamos unas tres o cuatro horas, bajo un cielo cada vez más amenazante. Cuando hicimos el corte para comer algo, estábamos en la parte más alta, expuesta y carente de vegetación de toda el área que relevábamos, y por lo menos a tres o cuatro km del sitio en que habíamos dejado el vehículo. Llevábamos por supuesto nuestras palas, mazas barrenos y demás elementos principalmente metálicos, cuando, sin que cayera una gota, se desató una tormenta eléctrica tan violenta como nunca antes ni después me tocó vivir. Ni siquiera aquélla que ya les conté en Falda del Cañete se le aproximaba.

Debo confesar que los cuatro que estábamos allí, nos miramos con bastante alarma por no decir aterrorizados, porque estábamos conscientes de ser los puntos más elevados de una planicie sin refugio alguno, y encima con instrumental que podía servir de pararrayos tranquilamente. No hizo falta deliberar ni un momento, sólo dijimos, «vamos al auto».

Envolvimos como pudimos las herramientas con puntas metálicas para que no fueran tan atractivas para los rayos y, sin correr, pero muertos de angustia, caminamos, tan distanciados como podíamos uno de otro para no presentar un único llamador para los rayos, y medio agazapados para sobresalir del relieve lo menos posible.

Les puedo asegurar que veíamos impactar los rayos muy cerca, y que el estruendo era ensordecedor. Cuando llevábamos avanzados unos 500 metros, se desató la lluvia, y las descargas eléctricas se espaciaron un poco. Finalmente llegamos vivos, pero muertos de frío y de miedo al auto, donde permanecimos en la jaula de Faraday hasta que cesó la tormenta y volvimos a Córdoba. Fue un momento que todavía me eriza la piel con sólo recordarlo.

Gajes del oficio…

Un abrazo y hasta el próximo lunes, con un post científico. Graciela.

Otro momento inolvidable

Ya conocen ustedes el listado de los diez momentos que atesoro en la memoria, porque fueron del más puro placer, irrumpiendo en el trabajo de campo. Hoy les narraré uno de ellos.

Esto tuvo lugar durante el Congreso Dark Nature, en el que me tocó ser una de las organizadores de la gira de campo, además de oficiar de traductora para ingleses y alemanes, y expositora de un paper. Les cuento todo esto para que entiendan cómo, en medio de tanto trabajo, se vuelve apreciable cada espacio de descanso y placer.

Como parte de la gira, y luego de visitar la cárcava de Corralito, estaba programada la visita a un campo cuyo dueño había aplicado muy bien las medidas de explotación sostenible, y que mostrábamos como modelo a seguir. La idea era aprovechar esa parada para, luego de observar todos los procedimientos aplicados, comer los sandwiches que llevábamos, provistos por el propio Congreso, a la sombra de uno de los galpones de la estancia.

Todo se desarrolló según lo planificado, hasta que volvimos hacia el colectivo para bajar las conservadoras con los emparedados y las bebidas, momento en que el dueño del campo nos dijo, «No bajen nada, yo invito».

Y fue entrar al galpón y encontrar una gran mesa muy bien servida, con manteles blancos y cubiertos de la mejor calidad. Tan pronto como nos acomodamos, hicieron su entrada dos empleados del productor, cargando una enorme bandeja con un costillar recién hecho y bien dorado, que causó las exclamaciones de asombro de los asistentes al congreso, en su mayoría extranjeros, y para nada acostumbrados a consumir carne de esa calidad y en esa cantidad.

Les puedo asegurar que casi todos los asistentes se puseiron de pie para sacar fotos al asado, y si no me equivoco, sacaron muchas más fotos allí que en toda la gira de campo.

Fueron tantos los elogios y por tanto tiempo, que se convirtió en un recuerdo legendario para muchos de los colegas de Europa, con los que luego compartimos proyectos y que siempre mandaban saludos a Fabián, el dueño de la estancia.

La foto, no es de ese asado, sino de otro de los tantos que los argentinos acostumbramos (¿o acostumbrábamos?) comer,  y que tanto asombro y deleite provocan en los extranjeros.

Un abrazo y hasta el próximo lunes, con un post científico. Graciela.

Un alumno entre tantos

Este post forma parte de la serie de las diez anécdotas risueñas que recuerdo del campo.

En esa ocasión, estábamos acompañando al campo, un colega y yo, a un alumno bastante poco aplicado, que estaba realizando su Trabajo Final en la carrera de Geología.

Como nuestra tarea era de guía y supervisión, se suponía que las descripciones de perfiles debían ser llevadas a cabo por el alumno mismo, pero obviamente, no tenía la menor idea de nada. Todavía no sé cómo había llegado a esa instancia, y no me pregunten qué pasó con su Trabajo Final, porque hay cosas que es mejor olvidar.

Pero lo cierto es que, una vez que abrió la calicata, se quedó mirando el perfil como si nunca hubiera visto uno en su vida.

Para estimularlo, mi compañero le preguntó:

-«¿Dónde marcaría el límite entre cada uno de los horizontes que ve?»

Después de un larguísimo silencio, en que casi oíamos rechinar los engranajes de su cerebro, el muchacho retrucó con la siguiente expresión:

-«¿En qué sentido me lo pregunta, profesor?»

Pero lo peor, es que a partir de ese momento, para cada pregunta, que supuestamente debía orientarlo en su trabajo, la respuesta fue siempre esa misma: «¿En qué sentido me lo pregunta, profesor?»

Desde ese día en adelante, mi colega y yo comenzamos a usar esa misma pregunta cada vez que en nuestras investigaciones tropezábamos con preguntas más que cotidianas, o con pequeñas decisiones a tomar.

Y así se convitió en un clásico que ante preguntas como:  «¿este horizonte será transicional?, ¿cuál de estas muestras será más representativa para hacer datar?, ¿lo clasificamos como enterrado o paleosuelo?, y así al infinito; primero decíamos :»¿En qué sentido me lo pregunta, profesor?», lo que generaba un intervalo de risas antes de ponernos de verdad a discutir una respuesta.

Un recreo en la rutina diaria, que debimos por años a un alumno que no tenía la menor idea de nada.

Un abrazo y hasta el próximo lunes, con un post cientíico. Graciela.

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